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Mi primer campamento: carta de un padre a sus hijos

Mi primer campamento: carta de un padre a sus hijos

Un padre escribe una carta a sus hijos sobre su primer campamento para tranquilizarles y animarles a disfrutar de la experiencia.

Aita y ama,

Me quiero ir de aquí, ¡venid a buscarme ya!

La primera vez que fui al campamento de verano acababa séptimo de EGB. Todos los primerizos tienen mucho miedo a pasar el primer verano lejos de casa y yo no fui una excepción. Estamos hablando de hace ya 40 años, los primeros días del campamento echaba tanto de menos mi casa que pensé que no iba a poder aguantar tanto tiempo.

Mis padres no eran tan benévolos como los de ahora. He oído hablar el término “padres helicóptero” para explicar cómo los padres de ahora ante cualquier contratiempo corren por recoger a sus hijos de los campamentos. No fue mi caso. En aquel entonces nos subían en el bus el día del campamento, se despedían y punto, ya no había marcha atrás. Nuestros padres no nos hacían la cama ni nos ponían la ropa en el armario, eso era cosa nuestra. Y con el campamento pasaba lo mismo. Una vez allí, la posibilidad de poder llamar a casa era remota, y mucho menos que vinieran a recogerte. Es decir, si el campamento duraba 15 o 30 días, te los comías con patatas.

El nombre de la monitora de mi zona era Melissa. Melissa nos caía bien, era muy maja, pero de pequeño no era capaz de valorar debidamente su trabajo. Cuando te haces mayor y ves el campamento con otros ojos, te das cuenta de que Melissa era una verdadera santa, por todo lo que tuvo que aguantar los primeros días. Aunque la verdad es que entre todos le dimos muy buenas historias para poder compartir después con sus amigos/as.

La sensación de estar lejos de casa puede ser insoportable, sobre todo si el tiempo no acompaña, cuando los días son tristes y lluviosos esos sentimientos negativos empeoraban. Las actividades eran todas en interior y los pobres monitores acababan el día agotados porque se volvían locos para hacer que el día fuera de lo más agradable posible. Se inventaban lo que fuera para no tenernos encerrados, incluso llegamos a irnos de excursión bajo la lluvia, aunque nos mojáramos de arriba abajo. No podíamos parar de mirar por las ventanas viendo las gotas de la lluvia caer en el agua de la piscina y nos daba muchísima pena que no pudiéramos disfrutarla.

En el poco tiempo que teníamos libre, cada uno aprovechaba para poder escribir cartas a sus padres. Alguna vez intenté pedirles que vinieran a recogerme porque “no aguantaba más en ese sitio”. Que iluso era, pensaba que en cuanto la recibieran iban a venir corriendo a buscarme. Nunca recibí respuesta a mis cartas y nunca vi en el horizonte un coche llegar a recogerme, a veces me preguntaba qué es lo que había hecho para merecer semejante castigo.

Los días pasaban, la semana también, y de repente faltaban cuatro días para volver a casa, ¡qué bien! Entonces paré de llorar, dejé de preocuparme por lo mal que estaba y empecé a divertirme mucho más. Al final resultó ser una experiencia genial, hice muchos amigos que a día de hoy sigo conservando y recuerdo aquel campamento con especial cariño. Uno de aquellos amigos que aún conservo fue mi compañero de cuarto, enseguida congeniamos e incluso aprendí a tocar la guitarra con él.

Al final, y contra todo pronóstico, me dio muchísima pena irme el último día del campamento. Todos nos despedimos entre lágrimas. Pero esta vez era distinto, aquellas lágrimas eran una mezcla de alegría por haber encontrado tan buenos amigos allí y de tristeza por tener que separarnos.

Ahora, 40 años después, esta es la historia que les cuento a mis hijos cuando se van a ir lejos de casa y les paraliza el miedo. Les digo que será duro, no gano nada con engañarles, pero solo serán los primeros días, después se convertirá en una aventura inolvidable que querrán repetir.